Lo que parecía un gesto altruista terminó convirtiéndose en una trampa. Patricia Soler es una mujer discapacitada. Padece fibromialgia y lupus. No tiene recursos económicos. Su cuerpo, aquejado por la enfermedad, no le permite trabajar. La mujer se vio en la calle. Asustada, desesperada. Entonces, un hombre al que consideraba su amigo le ofreció acogerla en su vivienda de Ontinyent. Ella aceptó, pensando que había encontrado un salvavidas. Pero sus sueños se truncaron en un abrir y cerrar de ojos. Tan sólo dos días después de instalarse comenzaron los problemas de convivencia. Al principio su compañero de piso le reclamaba por la organización de la casa. Le chillaba. Pero pronto la presunta víctima se vio abocada a una espiral de violencia.
Tener un techo no era gratis para Patricia según mantiene la mujer de 48 años. "Me obligaba a mantener relaciones sexuales con él y si me negaba me decía que me iba a echar a la calle", asegura todavía aterrorizada. Lo que ha vivido parece el argumento de una película de terror. La víctima defiende que el hombre que la acogió la forzaba sexualmente. "Me trataba con muchísima violencia. Era un animal", dice. Al recordar la situación que atravesó, sus ojos se llenan de lágrimas.
“Yo me resistía, pero me cogía por la fuerza”. A Patricia le tiembla la voz. Durante los tres meses que estuvo en aquella vivienda, desde principios de enero hasta finales del mes de abril, perdió completamente su libertad. La mujer comparte que su compañero de piso no le dejaba salir de casa sin su supervisión. “Cuando se iba me cerraba la puerta con llave. No podía ir sola a ningún sitio. No me dejaba hablar con nadie”. Recuerda con horror que cuando la llamaban por teléfono, su presunto agresor comenzaba a chillarle y a increparle para que colgara. Estaba completamente aislada del mundo.
“Él se pensaba que nunca lo denunciaría porque no tenía ningún otro lugar al que ir”, dice. La denunciante defiende que el hombre la sometía a torturas si ella se oponía a mantener relaciones sexuales con él. O, como ella lo llama, le imponía castigos. “Durante estos meses he perdido 8 kilos. Me dejaba sin comer por no acostarme con él”, relata.
Aprendió a sobrevivir. A guardar sus sentimientos en una caja para poder sobrellevar el infierno que atravesaba. “Ya ni siquiera pensaba en el hambre, sólo quería escapar”, confiesa. Asegura que su compañero de piso incluso le puso de condición practicarle una felación para dejarle encender la estufa.
Según su relato, no importaba la resistencia que opusiera. Presuntamente, el hombre que supuestamente la agredió le abría las piernas por la fuerza bruta. Sobrecogida, Patricia no teme en mostrar los intensos cardenales que le tiñen todo el cuerpo. “La violencia sexual era diaria”, afirma. También comenta que tiene los huesos de un dedo de la mano resentidos, fruto de las supuestas palizas que recibía.
Vivía en condiciones infrahumanas, mantiene. “Ni siquiera había agua caliente. Tenía que ducharme con barreños”, comparte. Aunque su miedo de vivir en la calle hacía que aceptara aquellos presuntos malos tratos como su única realidad posible.
Aguantó todo tipo de violencia, según sostiene la víctima, hasta que llegó la noche del 21 de abril. Al parecer, el investigado le increpó para que se bajara los pantalones y la forzó sexualmente con una brutalidad que le desgarró sus genitales. Pero Patricia logró escapar. Sin ni siquiera tener tiempo para vestirse, consiguió que la llevaran al Hospital General de Valencia para que la atendieran.
Allí la conoció el letrado David Tello, que la acogió temporalmente en su casa y se ofreció para ayudarla a presentar la denuncia. El presunto agresor fue detenido, sin embargo ha quedado en libertad provisional tras pasar a disposición judicial. El letrado no comprende cómo, tras la dureza de los hechos denunciados, al investigado no le han impuesto una orden de alejamiento de la víctima como medida cautelar. Aun así, Tello y su cliente están decididos en seguir luchando para que se haga justicia.
Desde el principio, la vida de Patricia no fue fácil. Se crio en un convento de Valencia después de que su madre muriera cuando ella era tan sólo una niña y su padre la abandonara. Cuando cumplió la mayoría de edad, comenzó a trabajar de bailarina de espectáculos pero en 2016 comenzó a notar los síntomas del lupus y tuvo que dejarlo. Convive con intensos dolores, sumado a la fatiga mental y a la ansiedad y depresión mayor que padece. También tiene diagnosticada fibromialgia. Cobraba una pensión no retributiva pero asegura que hace poco se la retiraron sin darle una explicación. “Yo no sé hacer esos papeleos”, comenta.
“El haber vivido esta pesadilla ha hecho que me encuentre mucho peor. No puedo dormir y me autolesioné hasta dos veces”, reconoce la mujer. Tiene que encenderse un cigarro a mitad de la conversación, le reconcomen los miedos. Se despide con la voz entrecortada. “Tengo esperanzas de que al final la vida por fin me trate bien”, dice con un atisbo de optimismo.