Un tesoro bajo la Cruz del Picayo de Puçol

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Con unas vistas que llegan hasta Ibiza y una gran llanura a sus pies, la cruz del Picayo custodia un punto estratégico en la Sierra Calderona. Pero no siempre ha estado ahí. Este símbolo, que parece nacido de la montaña, esconde algo más que una estructura metálica. Y es que, bajo ella, se halla un tesoro enterrado que recoge la esencia de quienes contribuyeron a colocarla y a que a día de hoy siga en pie, custodiando el pueblo de Puçol y toda la Horta Nord. Entre ellos, Luis y Sabina, que, aunque la edad empieza a pasar factura a su memoria, recuerdan cada detalle de aquella historia.Más conocido como el fuster de davant del quartell de la Guardia Civil, Luis Torres tiene ya 81 años y se mueve con dificultad, pero no siempre ha sido así. Hace cerca de medio siglo, este vecino de Puçol disfrutaba subiendo a la cima del Picayo cada domingo junto con su mujer, Sabina Gázquez, y sus cuatro hijos, que entonces eran pequeños trastos que lo pasaban en grande correteando por la montaña.

Prácticamente pasaban el día entero: comían de pícnic y, cuando se hacía la hora de merendar, sacaban galletas y otras cosas para los niños. Asegura que, los días claros, podían ver hasta el Peñón de Ifach, que se ubica en Calpe, o incluso la isla de Ibiza. Estaban tan a gusto que a veces les anochecía allí arriba.

Pero un día subieron y no había cruz. En realidad sí estaba, pero tumbada en el suelo. «Pensábamos que alguien podía haberla arrancado», cuenta Luis, «pero nos fijamos y vimos que, como era de madera de pino, se había podrido la base y había caído». Allí mismo, Luis y Sabina decidieron que debían hacer algo. Como eran una de las siete parejas de festeros del Corpus, hablaron con el cura de entonces, Don José Cabo, y propusieron colocar una cruz nueva, esta vez, de metal, para que no volviera a caer.

«Pero teníamos que involucrar a más gente para que no fuera solo cosa de los festeros, sino algo del pueblo», explica Luis, de modo que consiguieron que más personas se unieran a la contienda. Cada pareja de festeros aportó una parte de lo que costaba la nueva cruz, y consiguieron que otros vecinos del pueblo accedieran a colaborar. «No nos costó mucho, la verdad es que la gente estaba bastante dispuesta a ayudar», recuerda Sabina, aunque «no fue demasiado cara, porque es de aluminio, pero de esta manera era cosa de todos».

Así, entre los festeros y un buen número de vecinos, encargaron a Francisco Sebastià, más conocido como Paco «el Bisarro», que fabricara una nueva cruz metálica. Y justo estuvo lista para el Viernes Santo de aquel año, 1982. Después del acto del Viacrucis, los festeros, el cura y algunos de los vecinos que habían colaborado, iniciaron el camino hacia lo alto del Picayo para devolverle a la montaña el símbolo que había perdido, y lo hicieron con la ayuda de los Juniors: Paco Orihuela sacó el tractor, montaron la estructura y, una vez allí arriba, la levantaron con cuerdas hasta que quedó plantada, exactamente, en el punto en el que todavía hoy está.

«Pero antes de ponerla, los festeros del Corpus quisimos dejar allí un recuerdo de cada uno», cuenta Luis. Así, Honorato, uno de ellos, sacó una botella grande de cristal y en ella introdujeron un papel con el nombre de todos, entre otros objetos que llevaban encima: «monedas, un ejemplar del diario Las Provincias de ese mismo día y algún cigarro del que no llevaba nada más para poner».«Ahora la gente sube a la cima y disfruta del lugar, pero no sabe que bajo la cruz está esa botella, ni quién la colgó, ni cómo», destaca Luis: «a veces surge el tema charlando con alguien, y la gente no tiene ni idea». De hecho, poca gente sabe que está ligeramente girada hacia el pueblo por capricho de Felip Esteve, el entonces presidente de la Cámara Agraria y uno de los que contribuyó a subirla, «porque quería que la cruz mirara hacia su campo y nos pidió en voz baja: ‘mirad a ver si la podéis girar un poco hacia allá’...», recuerda el hombre mientras deja escapar una carcajada.

Hoy, esa botella continúa enterrada bajo la Cruz del Picayo, un tesoro que, sin valor económico, encarna una gran riqueza para aquellos que participaron en la iniciativa. Tanto los que viven, como los que no, y es que Luis y Sabina son la única pareja que vive de aquel grupo de 14 festeros. Fue una época buena, aseguran, ya que estaban constantemente participando en eventos, tomando inciativas... «Yo es que antes tenía mucha relación con el pueblo… Ahora la tengo con el sofá», bromea Luis, más conocido como el fuster de davant del quartell de la Guardia Civil.

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