Hay confrontaciones que permiten disertar sobre el principio del sentido de la felicidad. Puede que sea el caso. Quizás la felicidad estuvo en ver la imagen de Eduardo Berizzo instalado al frente del banquillo del Sevilla después de una intervención que le alejó del verde. Quizás la felicidad más extrema, desde un prisma azulgrana, hubiera llegado con la conquista de una victoria que durante muchos instantes no pareció una quimera en virtud del esfuerzo homérico desarrollado por el grupo de gladiadores que asaltaron los muros del infranqueable coliseo de Nervión, según dictamina la estadística, en una noche marcada por la lluvia y el frío, pero hay felicidad detrás de la igualada saldada en un escenario repleto de complejidad frente a un adversario que se mueve con soltura por el universo de la Liga de Campeones. Quizás la intrahistoria del duelo entre el Levante y el Sevilla dignifique la versión mostrada por la entidad de Orriols. Hubo pasión sobre el pasto y orgullo y un plus de gallardía y de convicción para afrontar una cita repleta de enjundia ante un oponente con abolengo. El Levante se sintió poderoso en distintas fases de la confrontación. Fue capaz de desafiar al Sevilla en su propio entorno y de discutirle la raíz del enfrentamiento. Puso en orden su cabeza y salió reforzado del feudo sevillista.
El equipo blaugrana había trazado un plan y lo siguió con determinación y meticulosidad para asomarse con determinación y valentía por las proximidades del área sevillista. No hubo dudas. Ni falsas apariencias. El equipo no buscó refugio atrás. Nunca retrocedió dos pasos sobre sí mismo para guarecerse. Siempre cruzó la línea de medios con arrojo. Fue profundo y directo. Sus transiciones eran veloces. Las dudas acuciaban al Sevilla y a la grada. Por momentos fue tormentoso e impulsivo para atribular a su oponente. El Levante se comportaba como un equipo vital. Parecía sentirse cómodo en un escenario complicado. Por momentos los papeles parecían intercambiados. No hubo excesivas noticias del equipo de Berizzo. El Sevilla mostró un aire displicente como si el partido estuviera envuelto por una aureola funcionarial y fuera a madurar por el propio peso de sus galones. Los pitos arreciaron a la conclusión del primer acto. Fue una señal indicativa de todo lo acontecido.
Oier orientó los guantes para salvar un cabezazo que se estrelló en el palo. Fue una acción episódica. Rico había adquirido evanescencia antes en un remate a bocajarro de Ünal. La jugada entretejida por Morales y Campaña mereció mayor premio. No obstante, Rico estuvo imperial. El meta después se alió con la buenaventura y con el poste en un lanzamiento mágico de Jason que chocó en sus piernas para salir expulsado de la portería. El Sevilla perdió infinidad de balones. Ese aspecto fue determinante y un indicio quizás de la escasa intensidad que mostró. El indicativo es peligroso para un bloque aguerrido y vertiginoso. Banega trató de rasgar el entramado defensivo foráneo y Yeddar desafió a Oier en la reanudación. La respuesta del cancerbero vasco fue diligente y expeditiva. Oier sostuvo a un Levante que nunca giró su rostro y que concluyó la cita cercando la meta de su adversario. Su puesta en acción fue estremecedora para rescatar una igualada con capacidad para impulsarle en el complicado ecosistema de la Primera división.